dijous, 10 de desembre del 2015

Agustín Espinosa


Agustín Espinosa (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1897 – Los Realejos, Tenerife, 1939) es seguramente el narrador surrealista más puro de la literatura española. Tras unos primeros pinitos en forma de poesía modernista, que ya casi nadie alcanza a documentar, dirige la revista La Rosa de los vientos, y luego viaja a Madrid para doctorarse con una tesis sobre José Clavijo y Fajardo, el ilustre periodista ilustrado español que fundó de El pensador. Allí conoce a Ernesto Giménez Caballero, con quien mantendrá una amistad cercana, llegando a trabajar en la redacción de La Gaceta Literaria. En 1929, Espinosa publica Lancelot 28º-7º, una descripción en prosa de la isla de Lanzarote en clave cubista, llena de contenidos metafísicos. Teniendo en cuenta que Clavijo era de Lanzarote, no está de más señalar que los temas lanzaroteños fueron importantes en el imaginario del escritor antes de su ingreso en las filas del surrealismo.
            Durante los años treinta es uno de los protagonistas de la floración surrealista canaria. En 1930, tras un viaje a París, Espinosa se incorpora a la Gaceta de Arte, revista nacida en 1932 y dirigida por Eduardo Westerdahl, de donde procede Óscar Domínguez, el ilustrador que realizó la portada de su obra más recordada: la novela Crimen (1934). De 1933 es la conferencia Media hora jugando a los dados, a la que siguieron otras: Bajo el signo de Viera, La isla arcángel de Lope, Hablemos ahora del asno… y Sangre de España. Como presidente del Ateneo de Santa Cruz de Tenerife impulsará la famosa y trascendental visita de los surrealistas franceses a su isla, en mayo de 1935. Domingo Pérez Minik nos dejó escrita la crónica de aquella visita, en su Facción española surrealista de Tenerife (1975), donde se nos cuenta hasta qué punto los paisajes y los pequeños descubrimientos entusiasmaron a Breton: “El poeta se echaba al suelo, como si quisiera comerse algunas hierbas, veía con avidez las flores pequeñas de los bordes del camino, cuyos nombres nos preguntaba y que no sabíamos responder.”
            Agustín Espinosa era un escritor católico. ¿Cómo encajar las escenas de sexo de Crimen y su dislocado visionarismo con su ideología y su concepción religiosa de la vida? No es incompatible en un prosista de vanguardia el catolicismo y el ejercicio de la escritura automática. Es más, quizás sea la mentalidad católica el objeto idóneo de la introspección psicoanalítica, a la hora de que se produzca el proceso de liberación y de descripción y emancipación de lo reprimido que caracteriza al surrealismo. Seguramente, en el espíritu del libertino haya menos que libertad.
            La relación del surrealismo con el catolicismo fue intensa. En una carta de Luis Buñuel a Pepín Bello escrita en 1929, el aragonés le propone a su amigo varios títulos de poema: “Mulas huyendo de una hostia consagrada”, “Hostia consagrada con bigote y polla”, “Hostia consagrada saliendo por el culo de un ruiseñor y saludando” (Martínez Sarrión, 2008 : 77). Dalí escribió ese mismo año una Profanación de la hostia. En general, todos los surrealistas franceses mostraron una auténtica aversión al cristianismo, y los españoles añadieron ac este rechazo doctrinal el anticlericalismo iconoclasta y brutal tan característico de su patria. En Francia se conoce el caso del sacerdote alsaciano Ernest de Gegenbach, curiosa mezcla de libertino y místico, y militante surrealista. Este personaje mantuvo relaciones con una actriz del Odeón, por lo cual fue amonestado por su obispo, y luego intentó suicidarse. Contando todas sus zozobras escribió una carta a los redactores de Revolución Surrealista, carta en la que acusaba a la Iglesia de haberlo convertido en un rebelde y un nihilista. En 1970 publicó Judas o el vampiro surrealista, y aún viviría once años más (Martínez Sarrión, 2008 : 81).
Pero ese “cura sacrílego” no escribió una novela como Crimen. Resulta totalmente sorprendente la cantidad de sexo desatado y coprófílico que Espinosa es capaz de incorporar a su discurso. Nunca las heces y el asesinato habían merecido mayor ternura. Pero esto añade valor a los escritos de Espinosa, porque nos revelan la sinceridad de su modo de trabajar. Las tremendas y mórbidas convulsiones de Crimen, novela llena de voluptuosidad y ansias de fornicación mortuoria, nos indican que Espinosa, que era catedrático de instituto, protagonizó una auténtica labor de liberación. Veamos una muestra: “Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro. / Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía –y hasta se vomitaba – sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante. / Ese hombre no era otro que yo mismo”. En definitiva, Espinosa podía escribir eso e irse a misa bien tranquilo, de eso no cabe la menor duda. Ahora bien, espero que el nombre fingido de su partenaire literaria, María Ana, fuera realmente fingido, para que la muchacha no tuviera luego problemas, ya que la sociedad no estaba aún preparada para digerir lo que hay en Crimen. De hecho, terminada la guerra civil, Espinosa fue depurado no por cuestiones políticas, sino por las ampollas que había levantado su novela. Por ejemplo, imposible que fuera digerida una feliz y brutal sesión de sexo combinada con la muerte provocada de la amante bajo las ruedas de un tren expreso. Frenesí por morir y asesinar, por alcanzar el orgasmo y la saciedad. Mística del suicidio, unión de la revelación con el orgasmo y la autonegación: “Me había dormido entre veinte senos, veinte bocas, veinte sexos, veinte muslos, veinte lenguas y veinte ojos de una misma mujer. Por eso fue mi despertar más angustioso y horripilante: crucificado sobre mi propia cama de matrimonio[1] puesta en posición vertical tras un gran balcón de cristales abierto a una calle desolada. Amanecía tras aquel balcón que me servía de vitrina. Estaba completamente desnudo. Sentía frío y vergüenza de que me pudieran ver desde la calle.” En definitiva, ya vemos por dónde van los tiros: Crimen podría calificarse de magistral explosión de pulsiones y miedos desatados.



[1] Espinosa se había casado en 1932.

dijous, 12 de novembre del 2015

La vida de Rubén Darío escrita por él mismo



Edición, introducción y notas de Francisco Fuster
Fondo de Cultura Económica
Madrid/México DF, 2015, 175 págs.


            En 1912, el semanario argentino Caras y caretas encargaba a Rubén Darío la redacción de su propia autobiografía, que el historiador Francisco Fuster recupera, prologa y anota en este nuevo volumen. Se trata de la segunda incursión de Fuster en el universo del autor, puesto que el año pasado ya reeeditó las imprescindibles Peregrinaciones darinianas (Renacimiento). La obra es especialmente valiosa como radiografía de los ambientes intelectuales centroamericanos de finales del siglo XIX, muy desconocidos en España, y también como retrato del Madrid de 1892, año en que Darío viajó por primera vez a España en la delegación nicaragüense que fue enviada al Centenario de Cristóbal Colón. Para conocer detalles de cómo vivían personajes como Juan Valera, Menéndez Pelayo, Emilia Pardo Bazán, Zorrilla, Campoamor, Castelar o Cánovas del Castillo, de quien se destaca su nada conocida faceta de amante, el libro es bien sabroso, y su lectura es aun más fluida que la de la mejor de las novelas, completando el material más conocido de España Contemporánea (1901). A través de las páginas magistrales de Darío van quedando registrados datos importantes, como por ejemplo, el hecho de que el propio Darío fuera el mentor del joven Gómez Carrillo, o la lista de maestros americanos que el autor considera sus auténticos maestros, como Paul Groussac o Rafael Núñez. Darío desordenó y desaliñó adrede su texto para hacerlo más atractivo y vibrante, construyendo una interpretación muy personal de lo que debe ser la razón autobiográfica. Su iniciación afectiva y sus vaivenes entre la abigarrada política de su tiempo, se mezclan con todo tipo de anécdotas y aventuras novelescas, como terremotos, militaradas, golpes de estado o desastres personales. Quienes pensamos que el Darío ensayista es mucho más completo y poliédrico que el Darío poeta, estamos de enhorabuena. 

Publicado en La Aventura de la Historia, 205.

dimarts, 3 de novembre del 2015

Pío Baroja y El cura de Monleón


Andreu Navarra Ordoño

            En 1998, la profesora Virginia Trueba trató de rebatir la imagen tópica del Pío Baroja considerado como un misógino recalcitrante. Para ello se zambulló en casos concretos extraídos de La dama errante (1908), La ciudad de la niebla (1909), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). Hay casos de personajes femeninos en El cura de Monleón (1936) que le hubieran ido de perlas a Virginia Trueba para afianzar sus argumentos: Pepita, la hermana del protagonista, inteligente, autónoma y dinámica, en lucha siempre contra la hipocresía social; Satur Ezquerra, maestra trabajadora y culta; Mary, la enamorada irlandesa de Javier Olaran, también independiente y sabia. Asimismo, Baroja escribe que “con relación a este último punto del matrimonio, los jesuitas y casi todos los católicos se dirigen solamente al hombre, como si la mujer fuera todavía un medio ser, materia conquistable que es sólo objeto de elección y no sujeto que elige” (pág. 164), o bien “tampoco se comprende la necesidad de hacer a Eva con una costilla, a no ser que se la quiera dedicar constantemente a la cocina y al  asado” (pág. 298).
            Pero no es de la mujer ni de la misoginia de lo que propongo escribir, sino del anticlericalismo barojiano. También se le supone un anticlerical recalcitrante, y sin embargo opino que resulta posible, a la luz de lo que se propone en la novela El cura de Monleón, matizar en gran medida ese anticlericalismo frontal y furibundo que se supone uno de los rasgos más acentuados de la ideología barojiana, introducirle notas intermedias y problematizarlo un poco más
            El propio protagonista, el sacerdote Javier Olaran, que va perdiendo la fe progresivamente a medida que avanza la novela, es un ejemplo prototípico de héroe barojiano: intelectualmente valiente, atacado de abulia existencial, capaz de sentir y seguir los instintos nobles de la vida, y sensible al arte. En este caso, Javier es un enamorado del trabajo solitario y de la música, y una persona extraordinariamente orientada hacia el servicio público. Hacia el principio del texto se nos habla de otro cura odiado porque lo entregaba todo a los pobres y “se dejó decir una vez que la salvación la podía conseguir toda persona buena, humilde y caritativa” (pág.31).
            Sobre el paso de Olaran por el Seminario, Baroja escribe que “algunos de sus profesores trataban de inculcarle sentimientos de ambición, pero él no los tenía. Para él, el ser cura de una aldea vasca constituía su ideal; esto le parecía lo cristiano y lo noble; no aspiraba a dignidades, a púrpuras ni a solemnidades” (pág.36). La fe de Javier es sincera como sincero es su ateísmo posterior. La novela de Baroja no es anticlerical, o no lo es de forma fundamental: es un texto semiensayístico sobre el papel del ateísmo en el mundo contemporáneo. En este sentido, lo juzgo mucho más cercano a San Manuel Bueno, mártir (1931), de Miguel de Unamuno, que de la propaganda radical de José Nakens y El Motín. Lo que más repugna al autor es la fe hipócrita de la mayoría de católicos y clérigos: “Este puro formalismo protocolar de la religión católica, a la que no le queda ya casi nada de sustancia cristiana, era lo que a todos cogía” (pág.49). Y concluye: “Algunos muchachos se revelaban como incrédulos, pero se lo callaban”. Y de la educación, lo que más denuncia es el modo como se hace “de la fantasía un alimento usual y corriente para la inteligencia” (pág. 56).
            Sin embargo, esta crítica del espiritualismo y de la pedagogía católica no implica una defensa del  aticlericalismo callejero y violento, ni siquiera del jurídico o reformista. En el capítulo octavo de la primera parte, la comitiva de niños seminaristas que salen de excursión con us extraños atuendos es atacada por el populacho, que llama “cuervos” a los niños y les grita “cuac-cua-cua” en son de burla: el abticlericalismo atávico e instintivo del pueblo es objetivado en esta escena en la que el clero es, claramente, la víctima de un ataque arbitrario. Historias como la de Ignacio Arizmendi (capítulo VII de la primera parte), demuestran que al autor le interesaba, sobre todo, mostrar la máxima pluralidad de casos, atendiendo a los más desfavotecidos por la vida eclesiástica, en este caso un pobre chaval que no soporta la vida fuera de su aldea natal.
            Aun así, no faltan los capítulo anticlericales en la novela, como por ejemplo en el capítulo XIII de la Segunda Parte, en la que unos frailes apocalípticos, altaneros e ignorantes, inspiran el terror del infierno a los feligreses, al más puro estilo medieval. En todos los cuadros sociales esbozados por Baroja, y Monleón no es una excepción, lo habitual es la más cruda hipocresía, y los sacerdotes no son una excepción. Lo que pretende Baroja al pintar sus tipos de sacerdotes humanos es la posibilidad de romper la unanimidad anticlerical, el bloque anticlerical de una pieza, que impedía que un clérigo pudiera dejar de ser considerado una vil cucaracha, un cerdo o un cuervo dispuestos al sacrificio inmediato, tal y como se les representaba en publicaciones como La Traca o Fray Lazo.
El proceso de conversión a la inversa de Olaran se inicia cuando entra en contacto con Shagua, un hombre semisalvaje que, aislado de la sociedad y sin el auxilio de ninguna creencia positiva, alcanza un nivel ético muy superior al de los feligreses que se confiesan con Javier, cuya hipocresía le escandaliza. Al empezar a pensar en la existencia de una moral natural, se producen las primeras dudas. El segundo paso es la llegada del amor. En constante contacto con los desvaríos de la lujuria, que le llegan a través de la confesón de los pecados, Javier nota que se va enamorando de Mary, la profesora irlandesa, y distingue totalmente la pasión sexual del deseo “limpio” de permanecer en su compañía. No es capaz de ver nada “sucio” o pecaminoso en el hecho de que ella le coja la mano y se la bese (pág.192). El tercer factor es la simpatía por los socialistas, que se evapora en cuanto un puñado de oportunistas usurpan las legítimas reivindicaciones de los obreros para medrar a su costa. Y pese a las tesis antirrepublicanas que contiene la novela, los fundamentos filosóficos del socialismo cuajan en la mente de Javier y le obligan a contrastar su fe aprendida con el materialismo manifiesto que se va implantando entre el proletariado.
            Por último, y aquí la cosa ya se va volviendo más grave y definitiva, Olaran deja de encontrar sentido en la liturgia y los ritos de su propia confesión: “se formó una procesión alrededor de la iglesia, con el obispo; los curas llevando todos una palma rizada salieron al atrio por una puerta y entraron por otra, que cerraron. A Javier le asaltaban las dudas racionalistas, y poco místicas; pensaba: “¿Qué relación puede haber entre todo esto y el espíritu del cristianismo?” Pensó que aquellas ceremonias no debían diferenciarse mucho de las del Gran Lama” (pág.244).
            Javier Olaran no es el único sacerdote noble o apreciable que se puede rastrear en la obra barojiana. Por ejemplo, en el libro cuarto de El cabo de las tormentas (1932), titulado Silencio, el protagonista es un detective jesuita sagaz y racionalista, completamente capaz de desbrozar la utilidad y la humanidad del dogma. El hecho de que ambas defensas de un clérigo aceptable se produzcan en período republicano creo que debe relacionarse con una motivación antirrepublicana fácilmente rastreable en la obra barojiana inmediatamente anterior a la guerra civil. En otras palabras, no me parece una casualidad que estas estampas de curas humanos se produzcan en un momento de intensísima presión entre los medios contra la Iglesia. El cura de Monleón fue firmada en enero de 1936, exactamente seis meses antes de que se desatara la peor masacre de clérigos de la historia de España, en la que perdieron la vida asesinados unos 6.832 miembros de la Iglesia. Se escribió, pues, en un contexto público de violentísimo rechazo de la clerecía, a contracorriente de esa propaganda anticlerical, como reacción contrarrevolucionaria.


 Publicado en Quimera, 383, octubre de 2015.

dilluns, 26 d’octubre del 2015

No ens coneixem entre nosaltres: els moviments socials a Lleida

            

             Pagès Editors edita
Els moviments socials contemporanis. Treball, solidaritat i lluita a les terres a Lleida, escrit a quatre mans pels historiadors Enric Vicedo, especialista en camp lleidetà i relacions de producció agrària i Jordi Soldevila, més decantat cap els moviments socials, cultures polítiques i identitats. El tàndem és fenomenal, perquè el llibre explora totes dues realitats, la rural i la urbana, mostrant les seves interrelacions i oferint un panorama complet i innovador.
            Perquè, d’innovador, aquest llibre ho és, i molt. Les sorpreses arriben aviat, per exemple, quan s’examina el fenomen del frau en el delme de finals del segle XVIII, que Vicedo i Soldevila ja consideren una forma organitzada de resistència. Sobre tot, és la manera revolucionària que tenen els autors de tractar els conflictes de l’Antic Règim el que converteix aquest llibre en una eina excepcional, i l’obertura de conceptes, el que ens permet accedir a un món ocult i variat d’inventives populars tant fascinants com difícils de documentar.
            Un altre exemple: la manera entendora i plana amb què els s’explica fins quin punt el món liberal va heretar i no subtituir el senyoriu, sense estendre la propietat agrària, contradient les històries de manual. I no és l’única vegada que passa. També s’examinen des d’una lent molt nova els moviments camperols, tradicionalment adscrits al reaccionarisme més encallat, quan en realitat, els pagesos enquadrats, per exemple, entre les files carlines, podien estar perfectament defensant drets propis més enllà de significacions polítiques que els eren al·lienes o, senzillament, indiferents.
            Hipòtesis que obren espais, intuïcions que confirmen tota mena de registres i publicacions exhumades: sermons, fullets, diaris d’actes, premsa i literatures volàtils... Delmes que no es paguen, antimoderns progressistes... però encara hi ha fenòmens molt més increïbles, com per exemple, una resistència organitzada semisindical a Cervera... ¡l’any 1742! O, també, l’estranya colaboració entre sectors republicans federals i forces carlines en les revoltes de l’últim quart del segle XIX, descrites sense dogmatismes i amb absoluta naturalitat.
            Un altre encert indubtable és la manera com s’explica el pas del liberalisme radical al republicanisme, que es pot considerar un procés ben característic de moltes comarques catalanes, que descreuen del liberalisme en un sentit democratitzant en dates matineres. No és l’únic procés polític descrit amb intel·ligència: la crisi del sector olier, relacionada amb la fi de la Primera Guerra Mundial, condueix, lògicament, a la radicalització de 1931. En aquest llibre es defugen els tòpics, i es parla de personatges con Francesc Macià o Joaquín Maurín sense mites ni idealismes, com a homes de carn i ossos, enclavats en un hàbitat concret, i sempre amb documents i estadístiques a la mà.
            Cal celebrar que la Universitat de Lleida produeixi documents divulgatius com aquest. Ja està bé de professors egòlatres, de produccions que, per voler-se “científiques”, ni són llegibles ni socialitzen el coneixement. Perquè socialitzar-lo no significa mentir, disfressar, construir una història rosa i complaent o perpetuar mites, sinó exactament a l’inrevés. I això és el que han aconseguit els autors: innovar, sorprendre, fer ciència i presentar el saber sense paternalisme o verticalitat, des del rigor més absolut.
Aquest llibre té una clara lliçó transhistòrica: no ens coneixem entre nosaltres. No és ja que ens costi entaular corrents d’intercanvi d’iniciatives amb Madrid, Lisboa, Roma o París, és que no socialitzem el que està passant a Girona, Tarragona, Lleida, Sabadell, Terrassa o Berga. A mi em sembla greu. Xerrant amb un dels autors un se’n fa creus de la inventiva local que existeix entre catalans que no viuen al Cap i Casal. Per a mi, Els moviments socials contemporanis és una doble sorpresa: una sorpresa historiogràfica, que enderroca tòpics amb pura documentació, i a la vegada una troballa horitzontal, o diguem-ne “territorial”: el coneixement del que s’ha arribat a fer, s’està fent o es farà aviat a Lleida. Calen més llibres com aquests. En Vicedo i en Soldevila ja els preparen, segur.

Andreu Navarra Ordoño 
 Publicat a La Directa, 393, 6 d'octubre de 2015.

dilluns, 19 d’octubre del 2015

Joan de la Vega, "La Montaña Efímera"


Joan de la Vega
La montaña efímera
Barcelona, Paralelo Sur Ediciones, 2011

            Hay en la poesía de Joan de la Vega algo angustioso, sin duda esa vocación salvaje por hallar la autenticidad, deseo que tanto contrasta con la serena expresión que le sirve de vehículo (sin duda la serenidad boxeadora de un San Juan). Joan busca con las uñas y los dientes rebelarse contra la rutina de nuestros nombres, el lenguaje falseado de nuestra cultura. Por esta razón La montaña efímera es la historia de un triunfo: en la montaña más alta y profunda, el autor ha conseguido arrancarse de su pertenencia a un mundo social de símbolos sin significado. Cuando ha logrado secuestrar al río, la piedra y la montaña de sus nombres, de su dimensión manida y plana, surge la única conformidad posible: la conformidad con el propio ser y su destrucción cierta, su naturaleza luminosa, dorada y pasajera.
            Porque lo que ha escrito el autor es un libro de “poesía del aquí y ahora”, que dirían los japoneses, pero no por imitación estilística ni ambición culturalista, sino verdadera pasión por desprenderse de las gangas de la civilización para lograr que aflore el yo o la nada, es decir, lo único con lo que podemos realmente convivir, lo único que no ha sido manoseado de momento: “Extraña sensación / saber / que algún día / serás sólo / entre sus grietas / pura canción / de amor / petrificada” (p.59). Lo demás: convicciones, deseos, hábitos, interferencias, comodidades, estatismo, ideologías, religiones, dogmas, molestias, afanes, pedanterías, lecturas críticas, no es nada, no debería existir, y sólo podemos darnos cuenta de ello fuera de la cárcel. Éste es el verdadero tema del libro de Joan; porque en la ausencia absoluta de religiosidad aflora el verdadero espiritualismo: “Cualquier llanura es terreno apto donde reponerse, sin oraciones” (p.34); “Rocas como altares para rendir culto a la oquedad” (p.37); “Sólo entonces / extirpo demonios / y vértigos” (p.53); Ojos negros / que adivinan / no muy lejos / un horizonte / con las auroras / de la nada” (p.63). En definitiva, la sabiduría zen no es aquí un recurso imitativo, sino una coincidencia aventurera y una común causa artesana.
            Otro rasgo que nos demuestra hasta qué punto el autor quiere situarse por encima de la necedad generalizada (siempre sin juzgarla, no se trata, ni mucho menos, de moralizar) es la utilización libre del bilingüismo. Consciente de que es hijo de dos idiomas, Joan se permite terminar en catalán un poema, o citar indistintamente tanto a Carles Duarte como a José Corredor Matheos, porque… ¿para qué parcelar el mundo? ¿Acaso no es la cultura nuestro único bastión contra el politiqueo?
            La fuerte poética que está detrás de estos poemas la proclama el autor cuando escribe: “Quisiera escribir / para que mi emoción / fuera más emotiva, / más mía. […] Piedra / sin verbos” (p.58). Lo que pretende Joan es un derramamiento de lo sólido, una inundación de emociones sólidas como la roca virgen, liberada de ataduras verbales: tópicos, dogmas, prejuicios, intenciones, volición enferma, interferencias entre uno y uno mismo. Y qué duda cabe que para conseguirlo no basta con abandonarse a lo primero que salga. Joan somete a sus poemas a una dura disciplina: su impecable factura, su estructura cíclica lo demuestran. Los poemas en prosa de la primera parte responden al patrón de dos versos, un cuerpo o párrafo seguido de dos versos más que rematan la faena. Y ésta es la maestría del artesano: fraguar una arquitectura que no se ve, trazar un programa que sabe desoírse a sí mismo si hace falta, esconder la intención tras el propósito final, que es comadronear a la emoción, igual que el jardinero experto coloca una piedrecita un poco más allá o arroja unas hojas secas para acentuar una asimetría.   
Para acabar no podemos dejar de citar y confirmar lo que ha escrito Mario Martín Gijón, el concienzudo prologuista de la obra: “En el mundo de la poesía suceden libros en ocasión que, de surgir en otras circunstancias, bajo otras constelaciones de nombres y prestigios, serían un acontecimiento y que, sin embargo, en un panorama cada vez más dominado por reclamos publicitarios y celebridades inventadas a toda prisa, pasan desapercibidas o han de esperar largo tiempo para ser reconocidos en su justo valor. Ojalá no sea el destino de La montaña efímera, por lo que tiene de aire fresco y de exaltante diferencia en el campo poético”. Sin duda palabras ajustadas. Junto al autor escalamos la montaña de la humildad, que es la montaña de la legítima arrogancia, la arrogancia del valor real, porque por muchos carteles que cuelguen yo no me convenzo de que la bazofia sea un buen manjar, sobre todo si ha sido cocinada en un fast food, lo siento, y cada vez hay más lectores que, en un libro, e-book o por Internet o lo que sea, eso en definitiva no importa gran cosa, buscan como Joan la autenticidad con dientes y uñas. Llegados a este punto no puedo dejar de preguntarme si no se estarán arruinando los editores por ofrecer cada vez libros más estúpidos. Creo que el 50% de los editores españoles debería plantearse esta pregunta. Yo cada vez salgo de las librerías más perplejo, y con menos libros nuevos bajo el brazo. Yo desearía comprar, pero cada vez puedo menos, me dejan menos. Han agotado mi paciencia.
Yo estoy convencido (quiero convencerme) que de aquí quince o treinta años se cogerán los libros de Joan de la Vega y se les citará como a algo relevante, por académicos, por aficionados, cuando hayan desaparecido de una vez los falsos poetas que abarrotan los periódicos, esos voceadores que se creen algo, y cuya burda nimiedad nos deja estupefactos, nos escandaliza como si nos robaran veinte euros a la plena luz del día.
                                                                                 

                                                                                                                   Andreu Navarra Ordoño

dimecres, 9 de setembre del 2015

Gonzalo Fernández de Córdoba y Fernando el Católico: qué buen vasallo si tuviera buen señor


En los mismos cimientos míticos de la nacionalidad castellana encontramos la leyenda del fiel vasallo que osa desafiar a su monarca, para luego partir a la búsqueda del favor perdido. No es otra la historia narrada en el Poema de Mío Cid. Sin embargo, en la historia de España se han sucedido llamativos casos de destacados defensores de la monarquía que han caído estrepitosamente en desgracia de los titulares de la corona, algunos tan llamativos como los del Gran Capitán, Hernán Cortés, el Duque de Alba o el preilustrado Melchor de Macanaz.
Entre 1495 y 1498, Gonzalo Fernández de Córdoba, señor de Órgiba,  había combatido en Italia contra los franceses para defender los intereses españoles en Nápoles. En 1498 regresó triunfalmente con los títulos de Gran Capitán y Duque de Santángelo. Dos años después se firmó el Tratado de Chambord-Granada que designaba cómo debía realizarse el reparto del reino de las Dos Sicilias. Sin embargo, el Gran Capitán tuvo que regresar pronto a Italia porque surgieron de nuevo disputas y se reanudaron las hostilidades. Don Gonzalo comprendió que, ante la superioridad militar francesa, su única opción era evitar las batallas a campo abierto y permanecer encerrado en las plazas a la espera de tropas de refuerzo españolas, que finalmente llegaron en otoño de 1502.
El Gran Capitán venció de nuevo en Ceriñola y Garellano, logrando que el reino de las Dos Sicilias se integrara definitivamente a la Monarquía hispánica.
Con la desaparición de Isabel la Católica (1504) empezaron los problemas para el Gran Capitán, quien hasta entonces había sido paje y servidor de confiaza de la reina. Según Quevedo, Fernando el Católico empezó a pensar que su vasallo pensaba erigirse en monarca de Nápoles. Lo cierto es que en 1506, viajó a Italia para coronarse rey, acompañado de su nueva esposa, Germana de Foix.
            En 1508 culminó el desencuentro entre Fernández de Córdoba y el rey. Le fue retirado al Gran Capitán el mando de las fuerzas afincadas en Nápoles y, una vez en España, Fernando le retiró la promesa de otorgarle el Maestrazgo de la Orden de Santiago. Dos años antes, en Córdoba, unos disturbios provocados por la crueldad del inquisidor Lucero terminaron con el asalto de la cárcel inquisitorial y la liberación de los presos. Dos años después, el rey Fernando envió a la ciudad un pesquisidor para que averiguara qué había ocurrido. El Rey ordenó a Pedro de Aguilar, Marqués de Priego, que abandonara la ciudad para castigar su desacato. El marqués, sobrino de El Gran Capitán, no sólo desobedeció sino que encarceló al enviado del rey en el castillo de Montilla. El monarca ordenó demoler el castillo, cuna del Gran Capitán, y ejecutar y demoler las casas de los partidarios del marqués.
            Francisco Quevedo escribió sobre Fernando el Católico y el Gran Capitán en las Cuestiones políticas que seguían a su Marco Bruto (1644). Quiso advertir a los grandes nobles del peligro que corrían si, no retirándose a tiempo a un segundo lugar, conciliaban la envidia de los monarcas. Para desesperación de los historiadores, Quevedo escribió que Fernando “sabía disimular lo que temía, y temer lo que disimulaba”, y que “dijéronle que el Gran Capitán quería levantarse con el reino de Nápoles; esto con todas las legalidades de la calunia y de la invidia”.
            Actualmente, no se da crédito a la hipótesis de que el Gran Capitán quisiera proclamarse rey de Nápoles o que se entregara a la causa sucesoria de los Austrias, apoyando a Felipe el Hermoso contra el gobierno de Fernando de Aragón. De hecho, Don Gonzalo rechazó ofertas en este sentido del Emperador Maximiliano. Guillermo García Valdecasas sugiere una tercera hipótesis, según la cual, merced a su inmenso prestigio, el Gran Capitán podría haber pensado en una acción político-militar encaminada a impedir la entronización de una dinastía extranjera en Castilla, lo que explicaría que, perdida la confianza del rey, continuara mostrándole lealtad a todo trance en su correspondencia. Como fuera, tras la enemistad entre Don Fernando y Don Gonzalo, los celos y el temor de que un militar invicto influyera demasiado sobre el poder parecen tener un papel primordial.
            Quevedo, que disponía de la documentación original del alcaide Francisco Pérez de Barradas, que fue comisionado por el monarca para impedir que el Gran Capitán lograra embarcarse al final de su vida para volver a Italia, sugirió también que el rey de Francia pudo alentar la animadversión de Fernando exagerando sus elogios militares, con la intención secreta de contribuir a la ruina de su líder militar.

            A propósito de la caída en desgracia del Duque de Alba, Manuel Fernández Álvarez ha escrito: “Felipe II, que había mandado al duque de Alba a Flandes con la orden expresa de actuar con mano dura, ahora le reprocha su rigor”. Era el año 1571. Y aunque el recuerdo de la desgracia del Gran Capitán pudiera aún estar fresca en la memoria de todos, faltaban setenta años para que Quevedo advirtiera a los grandes capitostes militares de los peligros que entrañaba morir de éxito tras un encargo regio.

Andreu Navarra Ordoño

Publicado en La Aventura de la historiaISSN 1579-427X, Nº. 201, 2015págs. 68-69.

dimarts, 9 de juny del 2015

Castizo y galáctico: “Ciencia ficción. Poemas, artículos y novelas cortas” (2013), de Emilio Carrere

por Andreu Navarra Ordoño
Felizmente a la prosa castellanista de hacia 1900 le van saliendo hijos espurios, sospechosos e incontrolados. Vivimos años en que estamos resquebrajando el muro de grave metafísica que caracteriza a los textos canonizados de la generación del 98 (La voluntad, de Azorín, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja ySan Manuel Bueno, mártir, de Unamuno) para atender a otros escritores y modos de entender la prosa que se quedaron en la cuneta de la historia por su peligrosidad moral. Se reeditan dietarios y ensayos de Baroja que son un peligro para Baroja mismo. El año 2004 aparecía por primera vez en edición de bolsillo la alucinante novela de Carrere La torre de los siete jorobados, en la editorial Valdemar. Cinco años después aparecía Los muertos huelen mal y otros relatos espiritistas, recopilación de cuentos necrófilos de Carrere, también con un prólogo de Jesús Palacios. El año 2011 la misma colección El Club Diógenes – Valdemar daba a la luz La sima de Igúzquiza e Historia de una reina, del auténtico monarca de los bohemios de Madrid: Alejandro Sawa. El año pasado yo mismo edité tres novelas cortas de José María Salaverría (El literato y otras novelas cortas, Sevilla, Renacimiento, 2012). Todas estas ediciones pueden venir a significar algo: cierto cambio de gusto en el público lector, cierto cambio de orientación en las visiones de los críticos interesados en la generación del 98 o lo que narices fuera aquello que llegó a principios del siglo XX. Un interés renovado por la novela corta y sus leyes internas. La literatura castellanista de llanuras y campanarios no es que haya dejado de ser interesante, no es que haya dejado de señorear con justicia nuestro canon: lo que ocurre es que está hiperestudiada, y que ya va siendo hora de que los cambios de mentalidad en los críticos y profesores se traduzcan en programas e iniciativas que se salgan de lo que ya es pura rutina. Pero es que incluso los grandes autores pueden volverse contra sí mismos. Hay que poner un poco más de imaginación y sacudirse la pereza, y esto es lo que han hecho María José Gutiérrez y La Biblioteca del Laberinto. Es evidente que si se quiere explicar a alguien lo que es la novela española de principios de siglo hay que empezar con las novelas de 1902, pero también es cierto que es hora de romper con la lectura monolítica de un período que dio muchas otras propuestas, más o menos válidas, pero sumamente seductoras hoy.
Emilio Carrere
Por lo tanto, celebremos que llegue ahora este volumen que reúne muy notables y alocados textos del inefable Carrere, y en cuyo prólogo se aporta una imagen del madrileñista mucho más abierta y variada de lo que se acostumbra. En lugar del bohemio a secas, María José Gutiérrez pone en su lugar a Carrere y le devuelve la naturaleza poliédrica que se le debe y se merece. María José Gutiérrez edita poemas más que notables, (maravillosos La hora negra, La noche en la ciudad, casi surrealista) tras los que laten Manrique, Larra, Bécquer, Espronceda, Quevedo, Darío y Manuel Machado, rescata crónicas magistrales y recupera novelas desconcertantes, necesarias, esperanzadoras. Esperanzadoras porque nos indican que Borges no tenía razón, que la maldita tradición de los ascéticos ya no se sostiene por ningún lado.
Ahora bien, hay un problema de fondo que afecta de manera muy directa al diseño de este libro. ¿Hasta qué punto es deseable o aconsejable que un prólogo de 60 hojas se sitúe delante de un volumen de 180, es decir, que ocupe un tercio de la obra? ¿No estará hipertrofiado este prólogo? Pero expresémonos mejor: a mi entender, lo que ocurre aquí es que María José Gutiérrez ha publicado un libro dentro de su libro, un libro que podría haberse titulado Emilio Carrere y la evolución de la ciencia ficción española. Porque lo que aporta la prologuista es un auténtico seguimiento riguroso de los orígenes del género en España, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras dos décadas de franquismo. El problema no es baladí puesto que puede llegar a afectar a las relaciones que deseamos establecer entre los lectores y las obras recuperadas. Yo abrí el libro dispuesto a dejarme seducir por el gamberrismo literario de Carrere, una auténtica burbuja de aire fresco entre tanto mártir, tanta Hispanidad y tanto pesimismo macho. Yo abrí el libro buscando zombies, ghouls, marcianos, sicalipsis, jorobados, criptas, ángeles, cloacas, alcohol, decadencia, caserones deshabitados, ruinas, cementerios y dolor. Y me encuentro con un radicalmente empírico y profesoral prólogo de 60 folios que, la verdad, me ha fatigado. El problema no es el prólogo. El prólogo en sí no fatiga, lo que fatiga es su posición, su situación espacial. El prólogo en sí es magnífico: enciclopédico, exhaustivo, sin duda una referencia ineludible para quien quiera conocer la ciencia ficción española entre 1850 y 1939. El problema es no separar entre la naturaleza del texto presentado y la naturaleza de la literatura filológica. Las dos corrientes deberían convivir y debería uno poder pasar de la una a la otra, pero en volúmenes distintos. Debería poderse ofrecer una visión rigurosa del autor editado y su entorno, pero de forma sintética y divulgativa, dando pie a la lectura e invitando a ella, sin copar el escenario. Si situamos prólogos de 60 folios en las obras que recuperamos, que muy bien podrían volver a ser leídas por su público natural, el público que busca golfería, fantasmas y vampiros, ahuyentamos a todos aquellos que no son críticos ni filólogos, ahuyentamos a los freakies, a los compradores de cómics y de novelas góticas, los fans de Poe, Lovecraft y Mary Shelley. Es decir, los que se saltan los prólogos y van directos a la carnaza. Hay un circuito para las tesis doctorales, y otro para las ediciones cutres. Ambos son necesarios, se interconectan, pero no pueden causar una crisis de público, porque fusionar dos corrientes provoca deserción. Aprendamos de los ingleses y los norteamericanos: las novelas, a tres dólares; y al lado un exuberante mundo de prensas universitarias y erudición.
Carrere era un autor de pulps. Carne de quiosco, autor de glorioso volanderismo.
No me gustaría haber sido injustamente duro con la valiosa tarea de la editora. Hay que seguir publicando a Ciro Bayo, Roso de Luna, López Bago, Camilo Bargiela, Llanas Aguilaniedo, Miguel Sawa, Ciges Aparicio, Eugenio Noel, Julio Burell, Dorio de Gádex, Luis Antón del Olmet, Alfredo Calderón, sin poner peros, laureando la labor del filólogo, sin el cual no sabríamos ni quiénes fueron estos tipos. Hay que luchar por la supervivencia de los raros, aprovechando cualquier brecha de este sistema cultural que naufraga. Hay que comprometerse con sus tugurios, con su mal gusto, con su peste. No naufraga la cultura para los que degustamos libros como el que ha editado María José Gutiérrez.
Las novelas de Carrere no son serias. Carrere, como escritor, estaba como un cencerro. Se mofaba del lector, se burlaba de los escritores, chupaba del bote como nadie y jamás pisaba su oficina, y hasta estafaba a los editores (ahí está la apasionante historia del manuscrito de La torre de los siete jorobados, explicada por Cansinos-Assens y Jesús Palacios). ¿Quién puede tomarse en serio una novela que narra la historia de un extraterrestre, “una criatura bípeda con extremidades parecidas a las de un murciélago, pico de lechuza, cráneo de cristal y una cuidada cabellera de algas, que afirma llamarse Selenito de la Blanca Isis y ser habitante de la Luna”, que come manzanas reineta, visita un prostíbulo y es procesado por la Inquisición?
Carrere o la dimensión de la desvergüenza. Carrere sigue riéndose de nosotros. Carrere era y sigue siendo un quedón. Sólo hay tres cosas que se tomó en serio: la literatura y el estilo, el dolor de vivir y el arte del billar. Carrere está bien así, en su salsa golfa.
Publicado en Babab (26 de abril de 2013)

dimecres, 3 de juny del 2015

Francesc Ferrer i Guàrdia i la proclamació jurídica de l’existència de Déu

Andreu Navarra Ordoño


         A Ferrer i Guàrdia, que va morir afusellat al castell de Montjuïc el 13 d’octubre de 1909, se’l sol considerar un mal pedagog. Per exemple, l’especialista Pedro Álvarez Lázaro el qualifica de “mediocre pedagogo”. Però no podia ser tan mediocre algú que havia impulsat, per exemple, el principal precedent de l’Escola de Mestres Rosa Sensat, o que havia estat traduït a l’anglès justament l’any següent de la seva mort, o que encara ara és reeditat constantment. La seva recopilació de materials pedagògics, La Escuela Moderna, va ser reeditada els anys 1976, 2002, 2009 i 2013, per diverses editorials, llibertàries o no.
S’entén que els historiadors intentin distingir entre el Ferrer i Guàrdia real i el mite que es va derivar de les seves dues campanyes de defensa, la de 1906 i la de 1909. Resulta d’allò més interessant resseguir les tasques conspiratives de Ferrer, obsessionat amb l’enderrocament del sistema canovista, i a continuació estudiar també la seva elevació a la categoria de màrtir, com a fet en sí. Però cap d’aquestes dues orientacions científiques no han aconseguit explicar la fascinació que m’han produït els escrits de L’Escola Moderna. Els meus motius són més subjectius i tenen a veure no tant amb la possible aplicabilitat de les idees pedagògiques de Ferrer, sinó amb la seva radical concepció del problema de l’educació com a qüestió fonamentalment política.
En altres paraules, m’interessa poc la pedagogia en sí mateixa, i tinc la impressió que la part més colpidora dels escrits de Ferrer no té tant a veure amb l’organització d’una educació racionalista com amb la sociologia revolucionària, és a dir, amb els resultats directes que aquella educació havien de reportar.
Escriu Ferrer, per exemple, que un ensenyament com el seu “no existia a Espanya, ni existeix oficialment a les altres nacions, per adelantades que semblin, per grans que siguin les quantitats que els pressupostos destinin a l’ensenyament. És més: aquest ensenyament no el donarà mai l’Estat perquè poc pot tendir a què “cada cervell sigui el motor d’una voluntat” aquella entitat que concreta en lleis, i que vol “eternitzar-les com a expressió de la veritat i de la justícia, els errors de cada època i els interessos de les castes o de les classes superiors, i que, en conseqüència, amotlla els cervells en la uniformitat d’una creença i en l’iniqua acceptació d’un residu, és a dir, en la fe i en l’obediència”. És a dir, que l’Estat, si s’interessa per l’educació dels seus súbdits o ciutadans, fa pagar penyora sempre. Això no és un secret ni descobrim la sopa d’all, però encara més interessants són les consideracions de Ferrer sobre l’espai públic que ha d’ocupar l’escola racionalista: “El que l’Estat no pot fer, perquè contraria la base fonamental de la seva existència, pot fer-ho la Societat, i aquí he d’observar que l’Estat i la Societat són entitats que, si per a molts són sinònimes, en realitat són antitètiques”. Un proposta senzilla i bàsica, però estimulant: Estat i Societat s’odien, es contradiuen, són enemics. I la societat faria malament en esperar de l’Estat un pressupost decent i uns programes adequats a les necessitats dels nens i les nenes. La Societat, en tot cas, el que hauria de fer seria ignorar les aberracions de l’Estat i buscar-se ella mateixa els àmbits, instruments i continguts de l’educació emancipadora.
Aquest feix d’idees de Ferrer m’ha recordat els escrits de Bourdieu on explica per què l’Estat i la Sociologia no seran mai amigues gaire entusiastes. No pot néixer una relació sincera entre un sistema definit com a estructura estable de poder i les disciplines humanístiques que tendiran a difuminar-lo o socavar els seus mites fundacionals. Una història racionalista, una sociologia autònoma, o fins i tot un programa de foment de la lectura, que tanta falta faria a la cultura catalana, no poden ser sincers si s’impulsen des de les institucions a qui més interessa que els alumnes no desenvolupin mai el seu esperit crític, és a dir, no s’emancipin.
Una altra idea interessant que he trobat als escrits de Ferrer és l’equiparació de l’Església amb el patriotisme. Com en les més sofisticades definicions actuals de la laïcitat, Ferrer inclou els nacionalismes com a forces alienadores de l’individu: “Sense negar el que en altres nacions es faci per a l’ensenyament racional, supeditada en gran part a aquell laïcisme que, si emancipa l’ensenyament de la tirania de l’Església, la deixa sotmesa a l’Estat, que, si expulsa fora de l’escola el fetitxe religiós, posa en el seu lloc el fetitxe del símbol patriòtic”. És a dir: mentre aquí continuem dins de la fascinació pel sistema francès o intentem buscar solucions tecnocràtiques, a principis del segle XX un senyor d’Alella ens proposava una discussió que anava molt més enllà del debat entre confessionalitat i laïcitat de l’escola, i molt més enllà del model que la societat tenia dret a exigir de l’Estat. No calia que la societat demanés pressupostos o reformes a l’Estat, calia que l’ignorés i s’autogestionés els seus propis mitjans.
Aviat no tendrem més remei que seguir aquest camí, em temo. Fa 25 anys que les administracions són l’obstacle i no la solució. Ja podem esperar asseguts a què arribin lleis raonables o pressupostos justos. No vindran. El poder no es desautoritza a sí mateix. El que fa és mantenir la víctima mig viva a base d’injectar-li sèrum i antibiòtics, com el psicòpata de Seven. Gestionar l’estricta supervivència, és a dir, l’agonia.
Si estirem aquest fil podem arribar a conclusions que esgarrifaran les organitzacions catalanes que avui malden per identificar hàbits democràtics amb l’extensió de la catalanitat. Perquè un nou Estat català li hagués resultat a Ferrer tan repugnant com l’espanyol, i fins i tot l’actual autonomia, com a estructura de poder, no deixaria de semblar-li una insuportable font d’interferències doctrinals. I és que hem arribat a l’espinosa qüestió de què pensava Ferrer dels assumptes identitaris.
Explica el mateix Ferrer que quan buscava professors per la seva nova escola racionalista se li va acostar un “regionalista catalán” per demanar-li que la nova institució utilitzés el català com a llengua vehicular. Ferrer li va respondre amb una negativa contundent, i li va dir que intentaria apostar per l’esperanto. Cal dir que finalment va optar pel castellà. ¿Què hagués fet avui? ¿Impulsar una escolarització en anglès, atès que la llengua de la ciència, actualment i indiscutiblement, és aquesta?
            A l’Escola Moderna del carrer Bailèn, les nenes i els nens jugaven, feien experiments i sortien d’excursió. Els programes actuals d’educació li haguessin semblat a Ferrer una triple aberració. Perquè, a Catalunya, actualment, hi competeixen dues nacionalitats, l’espanyola i la catalana, i a més, sobretot a partir que l’existència indiscutible de Déu ha entrat al BOE, hi ha també l’Església lluitant per recuperar un espai públic gairebé universal que se li reconeixia, precisament per imposar per llei el contrari del que Ferrer va defensar tota la vida, és a dir, que la religió impedia la felicitat de l’ésser humà.
Ferrer, l’ateu espanyol i català més frontalment declarat dels segles XIX i XX, també creia en una espècie de protestantisme identitari: la nació era una qüestió privada, íntima, perquè els problemes derivats de la identitat nacional es lliguen, a la força, amb un problema d’organització d’Estat, i en l’Estat, com en Déu, tampoc no hi creia. També cal dir que Lerroux era un dels seus amigotes revolucionaris, i que per tant ningú no pot fer-se massa il·lusions sobre la sensibilitat de Ferrer envers les aspiracions catalanistes. A l’altura de 1901 el nacionalisme polític de la Lliga era gairebé un nadó. A Ferrer se li va acostar un “regionalista”; avui se li hagués acostat algú convençut que el poble de Catalunya té dret a construir el seu propi Estat. Per a Ferrer, el proletariat català al que havia de tendir era a destruir qualsevol forma d’estat i a accedir a les veritats de la ciència, fins aquell moment només reservades a les castes superiors de la societat. Les situacions no es poden extrapolar.
¿Ferrer s’hagués fet de Ciutadans, o de Podem? Jo crec que no s’hagués casat amb ningú, que hagués fundat una altra escola llibertària i hagués deixat que cadascú s’expressés com li donés la gana.
No he estat l’únic que he comparat la insòlita pedagogia de Ferrer i Guàrdia amb les aberracions tridentines del ministre Wert. Ja ho va fer Anna Flotats al diari Público (“Cinco síntomas de que el proyecto educativo de Wert vuelve al siglo XIX”, 21-03-2015). Davant de la clara iniciativa estatal de destruir qualsevol vestigi de sentit comú en els àmbits educatius recomano, ras i curt, la desobediència, l’habilitació d’espais complementaris on informar-se i construir xarxes alternatives de coneixement i, en un cas extrem, fer com va fer en Ferrer, agafar els diners d’una herència i organitzar alguna mena d’institució radicalment autònoma capaç de generar expectatives i ambient de novetat. Seguir esperant que s’aturin les continues bajanades que arriben setmana rere setmana des de les institucions, no només és estèril sinó que també és profundament depriment.

No es pot educar des de la desesperança i l’aberració irracional vigilada.

Publicat a La Directa, Núm.382.

dimecres, 13 de maig del 2015

Mística


I

            Un hombre sano y joven, con un cartapacio gris bajo el brazo, irrumpe con cierta prisa en el retrete para profesores del colegio de enseñanza secundaria Luis de Iranzos, situado en el extremo sur de Barcelona. En las dos portadillas de la carpeta puede leerse “Examen de Platón. Segundo de bachillerato. Noviembre de 2010”, escrito con un rotulador negro y letra pulcra.
            Una de las principales manías del personaje consiste en orinar siempre sentado, como las mujeres, porque no le gusta interrumpir el curso natural de los acontecimientos. Cree que salpicar fuera de la taza obstaculizará el trabajo de las mujeres de la limpieza. Se trata de un hombre retraído y tímido, que da clase parapetado detrás de la mesa del profesor, sin interactuar con el alumnado.  
            De repente, algo se ha movido en el vértice que une el suelo con el marco de la puerta, a la derecha del espectador. Puede tratarse de un ratón, de una cucaracha o de una lagartija, pero una observación más cuidadosa le revela a Juan la verdadera naturaleza de su visitante: una salamanquesa minúscula, diríase un bebé salamanquesa, rápido y ágil, que se agita por el suelo y avanza por el suelo helado hacia la taza del váter. Su color es gris pálido, moteado de manchitas negras. Debe de haberse colado por algún intersticio, entre dos baldosas, desde las profundidades recónditas del edificio. Sus ojitos son bolitas sin pupila, y Juan no podría afirmar hacia dónde se dirige la mirada misteriosa de la salamanquesa.
            El pequeño reptil se ha detenido junto al zapato del profesor. Juan hace un bol de sus manos y recoge al animal del suelo. Probablemente aquí lo aplastarán o lo fumigarán y lo matará alguna profesora histérica. Es preciso salvar a este bicho. Por un momento se pregunta si las leyendas que se refieren a las terribles consecuencias derivadas de recibir un mordisco o un mero escupitajo de una salamanquesa. Cela llega a hablar de calvicie salvaje e irremediable impotencia. Una imagen de la infancia acude a la mente de Juan: la del día que vio orinar en la calle de un pueblo a un sapo común (Bufo bufo), y las palabras de un pastor que vaticinaban desgracias para el que se atreviese a tocar o pisar ese líquido fatídico. Sin embargo, la pequeña salamanquesa no muerde las paredes de carne que la aprisionan, ni deposita en ellas ningún líquido viscoso, susceptible de identificarse con una baba, un veneno o unos orines trágicos.
            Juan irrumpe en la sala de profesores con su pequeño tesoro entre las manos. A esa hora hay pocos docentes en el centro. Sólo dos profesoras con bata (la titular de dibujo y la de química) miran con suspicacia al joven profesor. Juan camina con urgencia hacia una especie de cabina donde los profesores hablan por teléfono y trabajan en un ordenador, sabiendo que no habrá nadie allí y que podrá arrojar al reptil al jardín por el ventanuco que da luz y ventila la habitación.
            La salamanquesa pesa tan poco que el viento logra desviar ligeramente su trayectoria vertical. El grácil cuerpecillo del bebé reptil casi levita por el aire y se deposita al pie de la alambrada que separa un solar del jardín de la escuela. Juan respira aliviado: ha cumplido con su misión, cree haber obstaculizado al mínimo el curso natural de los acontecimientos. Y, lo que es más importante aún, cree haber salvado la vida a la criatura a él confiada por el destino.  
            Sin embargo, mientras vigila el examen de Platón (un pequeño mar de cabezas inclinadas) le asalta una terrible duda: ¿habrá caído la salamanquesa boca arriba o boca abajo? La cuestión no es baladí. Juan empieza a agitarse en su asiento y a transpirar. Le cuesta atender a las cuestiones que le plantean los alumnos más aplicados. No se siente a gusto, no está realmente allí.
            Al cabo de una hora, con el cartapacio gris ya saciado de documentos, el joven profesor baja a grandes zancadas las escaleras del centro y sale al exterior. Busca la verja bajo la que se ha depositado el cuerpo grácil de su salamanquesa. Es posible que, de haber caído boca arriba, el sol ya haya secado el vientrecito de la criatura, convirtiéndola en un ser parecido a una tira de bacon. Es posible que el pobre bicho colee aún con desesperación. Pero también es posible que el pequeño vertebrado se haya escabullido, libre de toda amenaza, entre las piedras y las matas del lugar, y ahora sea feliz y haya encontrado alimento en abundancia y otros congéneres con los que intimar y procrear.
            Sea como sea, Juan no encuentra ni rastro de su salamanquesa. Unos niños le observan remover la hierba, con cierta sorna. Decide volver a la clase, en parte se ha tranquilizado ya. Le toca explicar la Metafísica de Aristóteles. Pero nota otra vez que no está allí, que su cabeza se ha quedado asomada por el ventanuco desde el que ha arrojado a la pobre salamanquesa, o acaso al pie de la verja que separa el patio del solar abandonado que rodea el edificio del colegio.
            En casa tampoco logra tranquilizarse. La imagen cruel de la pobre salamanquesa agitando las patitas bajo los rayos cegadores de sol que la deshidratarán en muy poco tiempo, agonizando y peinando el aire inútilmente con sus manitas uñosas, maltrata la conciencia de Juan como un látigo implacable. En medio del almuerzo, Juan se levanta de la mesa, besa a su novia en la frente, inventa que debe regresar al colegio antes de tiempo, finge cierta urgencia y corre hacia el centro con el corazón en un puño.

II

            El viejo abate se deja caer en la butaca con cierta pesadez y falta de resignación. Es la segunda vez que le visita un inspector de policía para realizarle las preguntas que ya tuvo que contestar varias veces. Esta vez, sin embargo, sus declaraciones figurarán en un atestado escrito que deberá firmar. El abate se pregunta si sabrá ajustarse totalmente a la verdad, si Dios no estará escrutando en su interior la posibilidad de que, a través de sus palabras, el destino del alma de Juan Répide pueda verse afectado de algún modo insondable para un pobre mortal.
            El abate hace poco que ha leído a Pascal, y aún no sabe por qué lo hizo.
            Esta vez el policía es un hombre amable y de cierta edad. Se nota que hace un esfuerzo para minimizar de su discurso la parte amenazante del caso, la que peores consecuencias podría traer al monasterio.
            El inspector se atusa el bigote y comunica, como si se tratara de una buena noticia, que el informe del forense casi ha descartado por completo el suicidio. El viejo abate repite lo que ya ha dicho varias veces: que, efectivamente, no se trataba de un hombre normal. Que el recién llegado apenas salía de su celda ni intentó fraguar amistad alguna con ningún miembro de la comunidad; y que, sí, parecía albergar oscuros pensamientos que se negaba a compartir hasta con su confesor.
            La ventana del despacho permanece abierta, pese al frío glacial que se cuela entre las cortinas, de un blanco zurbaranesco. A la izquierda, la sonrisa paternal de Juan XXIII preside la austera estancia.
            El inspector pregunta al viejo abate por los hábitos del finado. El interpelado deposita sus gafas sin montura sobre la mesa y se frota los ojos durante un largo lapso. Él formaba parte de la comunidad externa, repitió. Desde el Concilio Vaticano Segundo, viven aquí personas no acogidas a la regla de los hermanos. Les llamamos seglares, y llegan aquí buscando fundamentalmente el reposo para sus almas.
            En este caso, el nuevo penitente rezaba demasiado, para nuestro gusto, y salía muy poco de su celda. Se pasaba las horas hablando en voz muy baja, solo, en la nave central de la capilla. El caso nos preocupó desde el principio porque el hombre se negaba a comulgar, alegando no ser merecedor de ello. Tiritaba de frío, se dejaba morir. Su comportamiento no podía ser realmente religioso. Y algunas veces se le había visto en el lugar desde el que cayó, inmóvil, con la mirada perdida o fija en algún punto del horizonte. Desde luego, le gustaba la soledad, y no leía nada.
            Se hizo el silencio. Fuera piaban algunos pájaros de primavera. Desde la plaza se oían algunas voces animadas, las voces de quienes abastecían el lugar de víveres y otras mercancías.
Suárez, el inspector, se dispone a levantarse y a dejar en paz al abate. Sólo se ha desplazado allí para confirmarle definitivamente que el hombre que fue hallado tres días atrás al pie de un acantilado no había atentado contra sí mismo ni había sido asesinado, considerando que esta información podría, de algún modo, tranquilizar a la comunidad de religiosos y devolver el sosiego a su viejo pastor. Éste pregunta si se trató de un accidente.
            Casi con absoluta seguridad, sí, dijo Suárez. Y el pobre desgraciado, que en paz descanse, no debió sufrir nada.
Lo que no podía saber es que Juan Répide, al notar los primeros síntomas de la insolación, el mareo y la falta de orientación, había pedido con fervor a Dios la dicha de morir deshidratado al pie del acantilado, culeando como un vulgar reptil, bajó el promontorio al que había acudido a rezar o meditar en busca de algún extraño y personal tipo de redención.

Andreu Navarra Ordoño