dimarts, 9 de juny del 2015

Castizo y galáctico: “Ciencia ficción. Poemas, artículos y novelas cortas” (2013), de Emilio Carrere

por Andreu Navarra Ordoño
Felizmente a la prosa castellanista de hacia 1900 le van saliendo hijos espurios, sospechosos e incontrolados. Vivimos años en que estamos resquebrajando el muro de grave metafísica que caracteriza a los textos canonizados de la generación del 98 (La voluntad, de Azorín, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja ySan Manuel Bueno, mártir, de Unamuno) para atender a otros escritores y modos de entender la prosa que se quedaron en la cuneta de la historia por su peligrosidad moral. Se reeditan dietarios y ensayos de Baroja que son un peligro para Baroja mismo. El año 2004 aparecía por primera vez en edición de bolsillo la alucinante novela de Carrere La torre de los siete jorobados, en la editorial Valdemar. Cinco años después aparecía Los muertos huelen mal y otros relatos espiritistas, recopilación de cuentos necrófilos de Carrere, también con un prólogo de Jesús Palacios. El año 2011 la misma colección El Club Diógenes – Valdemar daba a la luz La sima de Igúzquiza e Historia de una reina, del auténtico monarca de los bohemios de Madrid: Alejandro Sawa. El año pasado yo mismo edité tres novelas cortas de José María Salaverría (El literato y otras novelas cortas, Sevilla, Renacimiento, 2012). Todas estas ediciones pueden venir a significar algo: cierto cambio de gusto en el público lector, cierto cambio de orientación en las visiones de los críticos interesados en la generación del 98 o lo que narices fuera aquello que llegó a principios del siglo XX. Un interés renovado por la novela corta y sus leyes internas. La literatura castellanista de llanuras y campanarios no es que haya dejado de ser interesante, no es que haya dejado de señorear con justicia nuestro canon: lo que ocurre es que está hiperestudiada, y que ya va siendo hora de que los cambios de mentalidad en los críticos y profesores se traduzcan en programas e iniciativas que se salgan de lo que ya es pura rutina. Pero es que incluso los grandes autores pueden volverse contra sí mismos. Hay que poner un poco más de imaginación y sacudirse la pereza, y esto es lo que han hecho María José Gutiérrez y La Biblioteca del Laberinto. Es evidente que si se quiere explicar a alguien lo que es la novela española de principios de siglo hay que empezar con las novelas de 1902, pero también es cierto que es hora de romper con la lectura monolítica de un período que dio muchas otras propuestas, más o menos válidas, pero sumamente seductoras hoy.
Emilio Carrere
Por lo tanto, celebremos que llegue ahora este volumen que reúne muy notables y alocados textos del inefable Carrere, y en cuyo prólogo se aporta una imagen del madrileñista mucho más abierta y variada de lo que se acostumbra. En lugar del bohemio a secas, María José Gutiérrez pone en su lugar a Carrere y le devuelve la naturaleza poliédrica que se le debe y se merece. María José Gutiérrez edita poemas más que notables, (maravillosos La hora negra, La noche en la ciudad, casi surrealista) tras los que laten Manrique, Larra, Bécquer, Espronceda, Quevedo, Darío y Manuel Machado, rescata crónicas magistrales y recupera novelas desconcertantes, necesarias, esperanzadoras. Esperanzadoras porque nos indican que Borges no tenía razón, que la maldita tradición de los ascéticos ya no se sostiene por ningún lado.
Ahora bien, hay un problema de fondo que afecta de manera muy directa al diseño de este libro. ¿Hasta qué punto es deseable o aconsejable que un prólogo de 60 hojas se sitúe delante de un volumen de 180, es decir, que ocupe un tercio de la obra? ¿No estará hipertrofiado este prólogo? Pero expresémonos mejor: a mi entender, lo que ocurre aquí es que María José Gutiérrez ha publicado un libro dentro de su libro, un libro que podría haberse titulado Emilio Carrere y la evolución de la ciencia ficción española. Porque lo que aporta la prologuista es un auténtico seguimiento riguroso de los orígenes del género en España, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras dos décadas de franquismo. El problema no es baladí puesto que puede llegar a afectar a las relaciones que deseamos establecer entre los lectores y las obras recuperadas. Yo abrí el libro dispuesto a dejarme seducir por el gamberrismo literario de Carrere, una auténtica burbuja de aire fresco entre tanto mártir, tanta Hispanidad y tanto pesimismo macho. Yo abrí el libro buscando zombies, ghouls, marcianos, sicalipsis, jorobados, criptas, ángeles, cloacas, alcohol, decadencia, caserones deshabitados, ruinas, cementerios y dolor. Y me encuentro con un radicalmente empírico y profesoral prólogo de 60 folios que, la verdad, me ha fatigado. El problema no es el prólogo. El prólogo en sí no fatiga, lo que fatiga es su posición, su situación espacial. El prólogo en sí es magnífico: enciclopédico, exhaustivo, sin duda una referencia ineludible para quien quiera conocer la ciencia ficción española entre 1850 y 1939. El problema es no separar entre la naturaleza del texto presentado y la naturaleza de la literatura filológica. Las dos corrientes deberían convivir y debería uno poder pasar de la una a la otra, pero en volúmenes distintos. Debería poderse ofrecer una visión rigurosa del autor editado y su entorno, pero de forma sintética y divulgativa, dando pie a la lectura e invitando a ella, sin copar el escenario. Si situamos prólogos de 60 folios en las obras que recuperamos, que muy bien podrían volver a ser leídas por su público natural, el público que busca golfería, fantasmas y vampiros, ahuyentamos a todos aquellos que no son críticos ni filólogos, ahuyentamos a los freakies, a los compradores de cómics y de novelas góticas, los fans de Poe, Lovecraft y Mary Shelley. Es decir, los que se saltan los prólogos y van directos a la carnaza. Hay un circuito para las tesis doctorales, y otro para las ediciones cutres. Ambos son necesarios, se interconectan, pero no pueden causar una crisis de público, porque fusionar dos corrientes provoca deserción. Aprendamos de los ingleses y los norteamericanos: las novelas, a tres dólares; y al lado un exuberante mundo de prensas universitarias y erudición.
Carrere era un autor de pulps. Carne de quiosco, autor de glorioso volanderismo.
No me gustaría haber sido injustamente duro con la valiosa tarea de la editora. Hay que seguir publicando a Ciro Bayo, Roso de Luna, López Bago, Camilo Bargiela, Llanas Aguilaniedo, Miguel Sawa, Ciges Aparicio, Eugenio Noel, Julio Burell, Dorio de Gádex, Luis Antón del Olmet, Alfredo Calderón, sin poner peros, laureando la labor del filólogo, sin el cual no sabríamos ni quiénes fueron estos tipos. Hay que luchar por la supervivencia de los raros, aprovechando cualquier brecha de este sistema cultural que naufraga. Hay que comprometerse con sus tugurios, con su mal gusto, con su peste. No naufraga la cultura para los que degustamos libros como el que ha editado María José Gutiérrez.
Las novelas de Carrere no son serias. Carrere, como escritor, estaba como un cencerro. Se mofaba del lector, se burlaba de los escritores, chupaba del bote como nadie y jamás pisaba su oficina, y hasta estafaba a los editores (ahí está la apasionante historia del manuscrito de La torre de los siete jorobados, explicada por Cansinos-Assens y Jesús Palacios). ¿Quién puede tomarse en serio una novela que narra la historia de un extraterrestre, “una criatura bípeda con extremidades parecidas a las de un murciélago, pico de lechuza, cráneo de cristal y una cuidada cabellera de algas, que afirma llamarse Selenito de la Blanca Isis y ser habitante de la Luna”, que come manzanas reineta, visita un prostíbulo y es procesado por la Inquisición?
Carrere o la dimensión de la desvergüenza. Carrere sigue riéndose de nosotros. Carrere era y sigue siendo un quedón. Sólo hay tres cosas que se tomó en serio: la literatura y el estilo, el dolor de vivir y el arte del billar. Carrere está bien así, en su salsa golfa.
Publicado en Babab (26 de abril de 2013)

dimecres, 3 de juny del 2015

Francesc Ferrer i Guàrdia i la proclamació jurídica de l’existència de Déu

Andreu Navarra Ordoño


         A Ferrer i Guàrdia, que va morir afusellat al castell de Montjuïc el 13 d’octubre de 1909, se’l sol considerar un mal pedagog. Per exemple, l’especialista Pedro Álvarez Lázaro el qualifica de “mediocre pedagogo”. Però no podia ser tan mediocre algú que havia impulsat, per exemple, el principal precedent de l’Escola de Mestres Rosa Sensat, o que havia estat traduït a l’anglès justament l’any següent de la seva mort, o que encara ara és reeditat constantment. La seva recopilació de materials pedagògics, La Escuela Moderna, va ser reeditada els anys 1976, 2002, 2009 i 2013, per diverses editorials, llibertàries o no.
S’entén que els historiadors intentin distingir entre el Ferrer i Guàrdia real i el mite que es va derivar de les seves dues campanyes de defensa, la de 1906 i la de 1909. Resulta d’allò més interessant resseguir les tasques conspiratives de Ferrer, obsessionat amb l’enderrocament del sistema canovista, i a continuació estudiar també la seva elevació a la categoria de màrtir, com a fet en sí. Però cap d’aquestes dues orientacions científiques no han aconseguit explicar la fascinació que m’han produït els escrits de L’Escola Moderna. Els meus motius són més subjectius i tenen a veure no tant amb la possible aplicabilitat de les idees pedagògiques de Ferrer, sinó amb la seva radical concepció del problema de l’educació com a qüestió fonamentalment política.
En altres paraules, m’interessa poc la pedagogia en sí mateixa, i tinc la impressió que la part més colpidora dels escrits de Ferrer no té tant a veure amb l’organització d’una educació racionalista com amb la sociologia revolucionària, és a dir, amb els resultats directes que aquella educació havien de reportar.
Escriu Ferrer, per exemple, que un ensenyament com el seu “no existia a Espanya, ni existeix oficialment a les altres nacions, per adelantades que semblin, per grans que siguin les quantitats que els pressupostos destinin a l’ensenyament. És més: aquest ensenyament no el donarà mai l’Estat perquè poc pot tendir a què “cada cervell sigui el motor d’una voluntat” aquella entitat que concreta en lleis, i que vol “eternitzar-les com a expressió de la veritat i de la justícia, els errors de cada època i els interessos de les castes o de les classes superiors, i que, en conseqüència, amotlla els cervells en la uniformitat d’una creença i en l’iniqua acceptació d’un residu, és a dir, en la fe i en l’obediència”. És a dir, que l’Estat, si s’interessa per l’educació dels seus súbdits o ciutadans, fa pagar penyora sempre. Això no és un secret ni descobrim la sopa d’all, però encara més interessants són les consideracions de Ferrer sobre l’espai públic que ha d’ocupar l’escola racionalista: “El que l’Estat no pot fer, perquè contraria la base fonamental de la seva existència, pot fer-ho la Societat, i aquí he d’observar que l’Estat i la Societat són entitats que, si per a molts són sinònimes, en realitat són antitètiques”. Un proposta senzilla i bàsica, però estimulant: Estat i Societat s’odien, es contradiuen, són enemics. I la societat faria malament en esperar de l’Estat un pressupost decent i uns programes adequats a les necessitats dels nens i les nenes. La Societat, en tot cas, el que hauria de fer seria ignorar les aberracions de l’Estat i buscar-se ella mateixa els àmbits, instruments i continguts de l’educació emancipadora.
Aquest feix d’idees de Ferrer m’ha recordat els escrits de Bourdieu on explica per què l’Estat i la Sociologia no seran mai amigues gaire entusiastes. No pot néixer una relació sincera entre un sistema definit com a estructura estable de poder i les disciplines humanístiques que tendiran a difuminar-lo o socavar els seus mites fundacionals. Una història racionalista, una sociologia autònoma, o fins i tot un programa de foment de la lectura, que tanta falta faria a la cultura catalana, no poden ser sincers si s’impulsen des de les institucions a qui més interessa que els alumnes no desenvolupin mai el seu esperit crític, és a dir, no s’emancipin.
Una altra idea interessant que he trobat als escrits de Ferrer és l’equiparació de l’Església amb el patriotisme. Com en les més sofisticades definicions actuals de la laïcitat, Ferrer inclou els nacionalismes com a forces alienadores de l’individu: “Sense negar el que en altres nacions es faci per a l’ensenyament racional, supeditada en gran part a aquell laïcisme que, si emancipa l’ensenyament de la tirania de l’Església, la deixa sotmesa a l’Estat, que, si expulsa fora de l’escola el fetitxe religiós, posa en el seu lloc el fetitxe del símbol patriòtic”. És a dir: mentre aquí continuem dins de la fascinació pel sistema francès o intentem buscar solucions tecnocràtiques, a principis del segle XX un senyor d’Alella ens proposava una discussió que anava molt més enllà del debat entre confessionalitat i laïcitat de l’escola, i molt més enllà del model que la societat tenia dret a exigir de l’Estat. No calia que la societat demanés pressupostos o reformes a l’Estat, calia que l’ignorés i s’autogestionés els seus propis mitjans.
Aviat no tendrem més remei que seguir aquest camí, em temo. Fa 25 anys que les administracions són l’obstacle i no la solució. Ja podem esperar asseguts a què arribin lleis raonables o pressupostos justos. No vindran. El poder no es desautoritza a sí mateix. El que fa és mantenir la víctima mig viva a base d’injectar-li sèrum i antibiòtics, com el psicòpata de Seven. Gestionar l’estricta supervivència, és a dir, l’agonia.
Si estirem aquest fil podem arribar a conclusions que esgarrifaran les organitzacions catalanes que avui malden per identificar hàbits democràtics amb l’extensió de la catalanitat. Perquè un nou Estat català li hagués resultat a Ferrer tan repugnant com l’espanyol, i fins i tot l’actual autonomia, com a estructura de poder, no deixaria de semblar-li una insuportable font d’interferències doctrinals. I és que hem arribat a l’espinosa qüestió de què pensava Ferrer dels assumptes identitaris.
Explica el mateix Ferrer que quan buscava professors per la seva nova escola racionalista se li va acostar un “regionalista catalán” per demanar-li que la nova institució utilitzés el català com a llengua vehicular. Ferrer li va respondre amb una negativa contundent, i li va dir que intentaria apostar per l’esperanto. Cal dir que finalment va optar pel castellà. ¿Què hagués fet avui? ¿Impulsar una escolarització en anglès, atès que la llengua de la ciència, actualment i indiscutiblement, és aquesta?
            A l’Escola Moderna del carrer Bailèn, les nenes i els nens jugaven, feien experiments i sortien d’excursió. Els programes actuals d’educació li haguessin semblat a Ferrer una triple aberració. Perquè, a Catalunya, actualment, hi competeixen dues nacionalitats, l’espanyola i la catalana, i a més, sobretot a partir que l’existència indiscutible de Déu ha entrat al BOE, hi ha també l’Església lluitant per recuperar un espai públic gairebé universal que se li reconeixia, precisament per imposar per llei el contrari del que Ferrer va defensar tota la vida, és a dir, que la religió impedia la felicitat de l’ésser humà.
Ferrer, l’ateu espanyol i català més frontalment declarat dels segles XIX i XX, també creia en una espècie de protestantisme identitari: la nació era una qüestió privada, íntima, perquè els problemes derivats de la identitat nacional es lliguen, a la força, amb un problema d’organització d’Estat, i en l’Estat, com en Déu, tampoc no hi creia. També cal dir que Lerroux era un dels seus amigotes revolucionaris, i que per tant ningú no pot fer-se massa il·lusions sobre la sensibilitat de Ferrer envers les aspiracions catalanistes. A l’altura de 1901 el nacionalisme polític de la Lliga era gairebé un nadó. A Ferrer se li va acostar un “regionalista”; avui se li hagués acostat algú convençut que el poble de Catalunya té dret a construir el seu propi Estat. Per a Ferrer, el proletariat català al que havia de tendir era a destruir qualsevol forma d’estat i a accedir a les veritats de la ciència, fins aquell moment només reservades a les castes superiors de la societat. Les situacions no es poden extrapolar.
¿Ferrer s’hagués fet de Ciutadans, o de Podem? Jo crec que no s’hagués casat amb ningú, que hagués fundat una altra escola llibertària i hagués deixat que cadascú s’expressés com li donés la gana.
No he estat l’únic que he comparat la insòlita pedagogia de Ferrer i Guàrdia amb les aberracions tridentines del ministre Wert. Ja ho va fer Anna Flotats al diari Público (“Cinco síntomas de que el proyecto educativo de Wert vuelve al siglo XIX”, 21-03-2015). Davant de la clara iniciativa estatal de destruir qualsevol vestigi de sentit comú en els àmbits educatius recomano, ras i curt, la desobediència, l’habilitació d’espais complementaris on informar-se i construir xarxes alternatives de coneixement i, en un cas extrem, fer com va fer en Ferrer, agafar els diners d’una herència i organitzar alguna mena d’institució radicalment autònoma capaç de generar expectatives i ambient de novetat. Seguir esperant que s’aturin les continues bajanades que arriben setmana rere setmana des de les institucions, no només és estèril sinó que també és profundament depriment.

No es pot educar des de la desesperança i l’aberració irracional vigilada.

Publicat a La Directa, Núm.382.