En los mismos cimientos míticos de la nacionalidad castellana encontramos la leyenda del fiel vasallo que osa desafiar a su monarca, para luego partir a la búsqueda del favor perdido. No es otra la historia narrada en el Poema de Mío Cid. Sin embargo, en la historia de España se han sucedido llamativos casos de destacados defensores de la monarquía que han caído estrepitosamente en desgracia de los titulares de la corona, algunos tan llamativos como los del Gran Capitán, Hernán Cortés, el Duque de Alba o el preilustrado Melchor de Macanaz.
Entre
1495 y 1498, Gonzalo Fernández de Córdoba, señor de Órgiba, había combatido en Italia contra los
franceses para defender los intereses españoles en Nápoles. En 1498 regresó
triunfalmente con los títulos de Gran Capitán y Duque de Santángelo. Dos años
después se firmó el Tratado de Chambord-Granada que designaba cómo debía
realizarse el reparto del reino de las Dos Sicilias. Sin embargo, el Gran
Capitán tuvo que regresar pronto a Italia porque surgieron de nuevo disputas y
se reanudaron las hostilidades. Don Gonzalo comprendió que, ante la
superioridad militar francesa, su única opción era evitar las batallas a campo
abierto y permanecer encerrado en las plazas a la espera de tropas de refuerzo
españolas, que finalmente llegaron en otoño de 1502.
El
Gran Capitán venció de nuevo en Ceriñola y Garellano, logrando que el reino de
las Dos Sicilias se integrara definitivamente a la Monarquía hispánica.
Con
la desaparición de Isabel la Católica (1504) empezaron los problemas para el
Gran Capitán, quien hasta entonces había sido paje y servidor de confiaza de la
reina. Según Quevedo, Fernando el Católico empezó a pensar que su vasallo
pensaba erigirse en monarca de Nápoles. Lo cierto es que en 1506, viajó a
Italia para coronarse rey, acompañado de su nueva esposa, Germana de Foix.
En 1508 culminó el desencuentro
entre Fernández de Córdoba y el rey. Le fue retirado al Gran Capitán el mando
de las fuerzas afincadas en Nápoles y, una vez en España, Fernando le retiró la
promesa de otorgarle el Maestrazgo de la Orden de Santiago. Dos años antes, en
Córdoba, unos disturbios provocados por la crueldad del inquisidor Lucero terminaron
con el asalto de la cárcel inquisitorial y la liberación de los presos. Dos
años después, el rey Fernando envió a la ciudad un pesquisidor para que averiguara
qué había ocurrido. El Rey ordenó a Pedro de Aguilar, Marqués de Priego, que
abandonara la ciudad para castigar su desacato. El marqués, sobrino de El Gran
Capitán, no sólo desobedeció sino que encarceló al enviado del rey en el
castillo de Montilla. El monarca ordenó demoler el castillo, cuna del Gran
Capitán, y ejecutar y demoler las casas de los partidarios del marqués.
Francisco Quevedo escribió sobre
Fernando el Católico y el Gran Capitán en las Cuestiones políticas que seguían a su Marco Bruto (1644). Quiso advertir a los grandes nobles del peligro
que corrían si, no retirándose a tiempo a un segundo lugar, conciliaban la
envidia de los monarcas. Para desesperación de los historiadores, Quevedo
escribió que Fernando “sabía disimular lo que temía, y temer lo que
disimulaba”, y que “dijéronle que el Gran Capitán quería levantarse con el
reino de Nápoles; esto con todas las legalidades de la calunia y de la invidia”.
Actualmente, no se da crédito a la
hipótesis de que el Gran Capitán quisiera proclamarse rey de Nápoles o que se
entregara a la causa sucesoria de los Austrias, apoyando a Felipe el Hermoso
contra el gobierno de Fernando de Aragón. De hecho, Don Gonzalo rechazó ofertas
en este sentido del Emperador Maximiliano. Guillermo García Valdecasas sugiere
una tercera hipótesis, según la cual, merced a su inmenso prestigio, el Gran
Capitán podría haber pensado en una acción político-militar encaminada a
impedir la entronización de una dinastía extranjera en Castilla, lo que
explicaría que, perdida la confianza del rey, continuara mostrándole lealtad a
todo trance en su correspondencia. Como fuera, tras la enemistad entre Don
Fernando y Don Gonzalo, los celos y el temor de que un militar invicto
influyera demasiado sobre el poder parecen tener un papel primordial.
Quevedo, que disponía de la
documentación original del alcaide Francisco Pérez de Barradas, que fue
comisionado por el monarca para impedir que el Gran Capitán lograra embarcarse
al final de su vida para volver a Italia, sugirió también que el rey de Francia
pudo alentar la animadversión de Fernando exagerando sus elogios militares, con
la intención secreta de contribuir a la ruina de su líder militar.
A propósito de la caída en desgracia
del Duque de Alba, Manuel Fernández Álvarez ha escrito: “Felipe II, que había
mandado al duque de Alba a Flandes con la orden expresa de actuar con mano
dura, ahora le reprocha su rigor”. Era el año 1571. Y aunque el recuerdo de la
desgracia del Gran Capitán pudiera aún estar fresca en la memoria de todos,
faltaban setenta años para que Quevedo advirtiera a los grandes capitostes
militares de los peligros que entrañaba morir de éxito tras un encargo regio.
Andreu Navarra Ordoño
Publicado en La Aventura de la historia, ISSN 1579-427X, Nº. 201, 2015, págs. 68-69.