En 1915, Vicente Blasco Ibáñez,
cansado y arruinado, recién llegado a París procedente de unas colonias
argentinas que no habían prosperado,
empezó a escribir Los cuatro
jinetes del Apocalipsis. Cuatro años después, solo en Estados Unidos, se
habían agotado ya doscientas ediciones de la novela. En 1921, Rodolfo Valentino
protagonizaba la versión cinematográfica de la obra, financiada por la Metro
Pictures Corporation. Este es el Blasco exitoso y moderno que quedó grabado en
el imaginario: el Blasco maduro y veterano, pragmático y laureado, el emperador
de la novela comercial y del guión de cine, el Blasco orondo y triunfador que
eclipsó al joven revolucionario que fue antes de que se iniciara el siglo XX.
El empresario hizo olvidar al republicano federal, al revolucionario de
trinchera, al joven periodista de combate que nos proponemos recuperar aquí.
Blasco empezó a colaborar en el
periódico La Bandera Federal en 1889.
En esos editoriales de El Pueblo, las
bestias negras eran Emilio Castelar y Práxedes Mateo Sagasta. No es que los
radicales valencianos apreciaran a Cánovas. De hecho, Blasco no mostró
benevolencia hacia el líder conservador ni siquiera cuando este fue abatido a
tiros por el anarquista Michele Angiolillo. Pero Blasco opinaba que Cánovas,
aún a través de medidas reaccionarias, era capaz de gobernar, mientras que, por
su parte, Castelar le parecía un mero traidor a los ideales republicanos, y
Sagasta un líder impotente, un converso canallesco y ladrón (Blasco llega a
llamarle “viruela maligna”), irracionalmente aferrado al poder.
En 1890, el general carlista
Cerralbo iba a ser recibido en la ciudad de Valencia. Blasco, junto con los
anarquistas Montaña y Serra, acaudillaron el asalto a la fonda en la que
pernoctaba el militar tradicionalista. Hubo palos y disturbios. El carruaje de
Cerralbo fue lanzado al fondo del río. El Capitán General Azcárraga decretó el
estado de sitio, y La Bandera Federal fue
suspendido. Un botón de muestra de hasta dónde eran capaces de llegar Blasco y
sus seguidores a principios de los años 90.
En los mítines de Blasco era
habitual ver a conocidos anarquistas entre el público. Entre 1890 y las
primeras décadas del siglo XX, tanto en Valencia como en Cataluña, las ramas
ideológicas inspiradas en la postura antisistema de Ruiz Zorrilla, exiliado en
París, confluían en una misma familia política de contornos difusos. Así, por
ejemplo, Lerroux y Ferrer y Guardia eran amigos, y las fuerzas ácratas que
acaudillaba Blasco participaban en los mismos disturbios que los anarquistas:
la frontera entre ambos no estaba clara. El republicanismo radical y el
libertarismo compartían espacio contra el sistema de la Restauración.
Otro rasgo sobresaliente en esta
etapa fue el anticlericalismo, postura que, en el caso de Blasco y sus
compañeros de redacción, alcanzó cotas de radicalismo que rayaban en la abierta
hostilidad y violencia. Cuando Ciriaco Sancha llegó a Valencia para sustituir
al anterior arzobispo, Blasco despegó una enorme pancarta en el balcón de La Bandera Federal, bajo la cual pasaba
la comitiva de bienvenida, en la que se leía: “Jesús entró en Jerusalén
descalzo y pobre: comparad”. El incidente causó un enorme escándalo, y Blasco
fue detenido y encarcelado en el presidio de San Agustín. Dos años después
volvió a la cárcel por motivos parecidos: los obispos de Salamanca, Madrid,
Segorbe y Valencia fueron apedreados cuando se disponían a embarcarse hacia
Roma. Botones de muestra de lo que era una actividad subversiva apoyada desde La Bandera Federal y El Pueblo.
También en 1890, Blasco publicó un
incendiario soneto en el que amenazaba con cortar la cabeza a todos los
tiranos. El resultado fue ser condenado a seis meses de cárcel y verse obligado
a huir a París, lo que fue providencial, porque allí conoció a Ruiz Zorrilla,
el carismático líder revolucionario exiliado. Para Blasco, el monárquico Sagasta
era el reverso de la moneda de Ruiz Zorrilla, el emblema de la honradez. Fue
también entonces cuando estudió a fondo las obras de Balzac y Zola. Al volver a
Valencia, Blasco lideró un golpe de estado interno en su partido: Juan Feliu
fue arrojado de la jefatura y la facción federal histórica fue barrida por los
cuadros jóvenes, mucho más audaces. 1892 fue un año clave en su trayectoria, en
el que publicó las tres mil páginas de la obra Historia de la revolución española en el siglo XIX, en tres
volúmenes, epilogada por Pi i Margall, ex presidente de la República de 1873.
Blasco ya evidenciaba uno de los rasgos más característicos de su obra: el
colosalismo.
El primer número de El Pueblo vio la luz el 12 de noviembre
de 1894. Blasco se lanzaba a esa empresa sin una base financiera clara. 1896
fue un año decisivo para el Partido Republicano Federal: tanto Blasco Ibáñez
como su líder en Cataluña, Vallès y Ribot, se escinden para liderar una facción estrictamente
revolucionaria. A partir de entonces, su estrategia política pasará por el
retraimiento, por no entrar en las combinaciones electorales. Pi i Margall, el
viejo patriarca republicano, ferviente legalista, abandona la Asamblea de
Madrid sin haberla concluido: se puso el sombrero y abandonó la reunión. En
aquella época, Blasco ya había encontrado una voz narrativa propia: frente a
sus primeros ensayos literarios, que luego repudió, había ya publicado La araña negra (1892), de contenido
antijesuítico, Arroz y tartana (1894)
y Flor de mayo (1895).
Estalla la guerra de separación en
Cuba y la postura de El Pueblo es
compleja. Blasco no quiere romper con el Ejército, que considera garante de las
libertades liberales, y muestra un patriotismo monolítico. Su propuesta pasa
por conceder la autonomía a la isla (la propuesta de Maura en 1893) y por
extender los derechos modernos y la instrucción general por toda la isla. Sin
embargo, no ahorra críticas contra el general Martínez Campos y el estado de
las tropas españolas que combatían en condiciones infrahumanas. Finalmente,
considera lamentable y antipatriótico que las clases adineradas puedan ser
exoneradas del servicio militar por 1500 pesetas. La pésima gestión del
conflicto por parte de los gobiernos debería encaminar a España hacia el
establecimiento inmediato de la República.
El
hecho de que la monarquía no declarara la guerra a Estados Unidos motivó que
Blasco y el grupo de El Pueblo sacudieran
Valencia con varias protestas antinorteamericanas. La situación llegó a ser tan
grave que el Gobierno Militar declaró de nuevo el estado de sitio.
Naturalmente, Blasco Ibáñez fue puesto en busca y captura y tuvo que huir de
nuevo al exilio. Su estancia en Italia fue también muy provechosa, puesto que
allí escribió Tres meses en el país del
arte (1896). Tras volver, encabezó nuevas algaradas en pro del servicio
militar universal, que le valieron verse encarcelado durante seis meses en el
tétrico presidio de San Gregorio. Allí fue rapado y tuvo que vestir el
humillante traje a rayas. La experiencia, la peor de su vida según confesión
propia, motivó que, a partir de entonces, Blasco cambiara de opinión respecto a
la necesidad de ser elegido diputado para poder gozar de inmunidad. Fue elegido
en 1898, 1899, 1901 y 1903.
Tras su amargo trance carcelario, nuestro
hombre fue desterrado a Madrid. Allí conoció a Rodrigo Soriano y empezó
realmente a abrirse paso entre los más selectos círculos culturales de la
capital. Esa amistad terminó de la peor manera: Soriano acabó acusando
públicamente a Blasco de comportarse un cacique. El nuevo amigo iba acumulando
poder a pesar de no disponer de arraigo en Valencia. La rivalidad llegó hasta
el Congreso, y finalmente Blasco y Soriano se batieron en duelo en Madrid en
junio de 1903.
En
septiembre de 1905, Blasco Ibáñez había obtenido su acta de diputado por sexta
vez. Los radicales valencianos habían conseguido abrirse un espacio político
rompiendo con el monopolio fraudulento de liberales y conservadores: lo que en
Cataluña consiguió la Liga Regionalista en 1901. En 1908, Blasco aseguraba
haberse retirado por completo de la política. Hasta 1903, indica Alós, no
podemos hablar con propiedad de “blasquismo”; el término lo acuñaron sus
enemigos partidarios de Soriano, con tono peyorativo. El republicanismo perdía
a su ariete en Valencia, pero la literatura ganaba a un escritor con pulso
firme, cuyas ventas no pararían de crecer astronómicamente hasta su
desaparición.
Sin
embargo, antes de su exilio, Blasco tuvo tiempo de protagonizar una ambiciosa
campaña pro aliada durante la Primera
Guerra Mundial, y de enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, con
textos como Una nación secuestrada (1924),
Por España y contra el rey (1925) y Lo
que será la República española (1925). Blasco Ibáñez moría en su villa
Fontana Rosa de Menton (Francia), de nuevo en el exilio. No llegó a conocer la
República de 1931.
Publicado en "La Aventura de la Historia", Núm.223, mayo de 2017.